Cuando Denis subió aquella tarde al apartamento la encontró
con el pelo ensortijado en lazos blancos. Debía tener una cita importante
porque odiaba hacerse rizos. Tenía el cabello lacio y en numerosas ocasiones se
quejaba por eso.
Llevaba 3 meses acudiendo a verla, cada 4 días conversaban
largo y tendido. Fenix le contaba los pormenores de su trabajo, los secretillos
de algunos de sus clientes, sin revelar jamás el nombre de aquellos que la
visitaban. Ella sabía ser discreta: “Se dice el pecado, pero no el pecador”
repetía divertida. Mientras, Denis aprendía a relajarse y aprendía de la vida. Fenix
contaba sus historias de tal forma que él se creía partícipe de ellas. Era una
mujer muy expresiva, movía los brazos en el aire, se levantaba, paraba los
relatos en los momentos de tensión, para que él insistiera en saber el final de
ellos. Era maravilloso escucharla.
Aquella semana no dejaba de llover y sin embargo cuando
Denis entró en dormitorio Fenix estaba
en pie, con la cabeza pegada al dintel de una ventana que había abierto. Ni
siquiera lo escuchó entrar. Estaba absorta en sus pensamientos. La ciudad se
despintaba con cada gota como un pentagrama llora canciones tristes. Miraba la
calle y olía a adoquines mojados; sentía el frío y la humedad en el rostro, el
cuello, y en la V de su pecho que quedaba a la vista entre las solapas de su
batín de terciopelo verde. El bajo de la prenda estaba algo gastado. Denis no
sabría decir si aquel batín pertenecía originariamente a ella. Había una
profunda desolación en la habitación, la poca luz que entraba por la ventana
dejaba caer la sombra alargada de Fenix en el suelo de madera en dirección a la
puerta, donde se encontraba él. Sólo se escuchaba la lluvia suicidarse en las
calles, precipitarse incansable y violenta.
Todo lo demás era silencio. El tiempo se había detenido en
aquel preciso momento y a Denis no le importó, porque la vida le estaba
regalando una imagen preciosa de aquella inalcanzable y fría mujer. Así que se
agachó con sumo cuidado, muy lentamente y se sentó frente a la sombra de Fenix.
Y extendió las manos hasta casi tocar su silueta en el suelo. La bordeó con el
dedo índice y pensó por un instante en que deseaba saber qué pasaba por aquella
cabeza hermosa enredada en lazos blancos pero acto seguido se arrepintió. Fenix
se había ganado a pulso el derecho a guardar secretos más que cualquier otra
mujer. Le inspiraba un profundo respeto. Estaba fascinado por el halo de
misterio que la envolvía.
Y allí sentado no se atrevió a tocar más allá del borde de
la silueta. Porque no tenía permiso para invadirla como los ladrones entran en
las casas para llevarse cualquier cosa que creen que les pertenece. Y allí
sentado fue feliz contemplando a Fenix durante toda la tarde.