jueves, 28 de febrero de 2013

¿Intervención divina?


Era un hombre pequeño. Un hombre al que ya se le veían las ideas, y además tenía esa fina película grasa que hace que, por si fuera poco, le brillaran.
Era un hombre que fumaba puros, pero de los que venden camuflados de cigarro. Un hombre que siempre pasaba desapercibido. Un hombre gris, porque no era ni blanco ni negro. Ahora que lo recuerdo incluso dudo que se le pudiera aplicar algún color a su alma.

No es la clase de persona que uno elige como amigo, y por lo tanto, no  es la clase de hermano al que llamas para preguntar cómo le va. Aunque podría decir como consuelo para él que al ser hijo único no tenía hermanos que pudieran olvidarle.

Era un hombre de trato distinto y de relaciones cortas. Tan cortas que no se le conoce relación alguna. Por eso ha sido tan difícil cerrar el caso.

Era de ese tipo de hombres que comen en platos de plástico para no tener que fregar después. Así era hasta que un día decidió llenar la cocina de platos y cubiertos para tener algo que hacer después de cada comida.

Empezó por un servicio para uno: un plato, un vaso, un tenedor, cuchara, cuchillo y servilleta de papel. Empezó por lo más sencillo, que es lo que supuso lógico.
Pero entonces no encontró utilidad para el resto de accesorios que había comprado, y en su aburrida soledad decidió llenarlos de algo comestible.
Cada día un plato diferente. Una receta nueva. Un postre distinto, incluso se dedicó a experimentar con el pan.

Encontró que era divertido cocinar para sí mismo, o eso quiso creer. Se hizo un experto en la materia. Deseaba acabar su jornada laboral para perderse entre cazos y cacerolas, entre un sinfín de especias.  Y era de esperar. Tenía un trabajo aburrido, con un sueldo que tampoco permitía hobbies extraordinarios, como viajar, coleccionar chapas de cerveza o hacer maquetas de madera. Lo mejor que había encontrado era la cocina, y ahora era un apasionado de los fogones. Un apasionado y un genio sin que nadie lo supiera, porque era un hombre, como ya expliqué un tanto…solitario.

Y esa seguía siendo su pena, ahora camuflada por el vapor de unas verduras para la cena. Seguía creando con sus manos delicias que cualquiera quisiera probar pero nadie lo haría. Sus manos. Sus virtuosas manos.

Hasta tal punto llegó su obsesión, que fue despedido de su triste cubil de telefonista. Y esto no fue nada bueno para su compleja personalidad. Fue entonces como por caprichos del destino, al bajar de su coche con soberbio cabreo, se dejó los tres dedos medios de la mano derecha entre la puerta y el coche. Una herida terrible.

Era un hombre solitario, y no le quedaba nada. No tenía nadie que pensara en él.
Era un hombre impar y estaba condenado a ello. Un hombre de costumbres fijas y sencillas. Sin ninguna cualidad. No hacía feliz a nadie, y nadie le hacía feliz a él. Nada ni nadie. Al menos eso pensaba cuando estaba al borde del mirador de la montaña.
Un precipicio frente a él y un paso separándolos. Siempre solo.

Así que habló en voz alta al único con el que de vez en cuando charlaba. Habló en voz alta al borde del risco, al cielo:

            Señor, ¿qué hago yo en esta vida?

Y oyó el viento y las rocas moverse. Y decidió intentarlo de nuevo. Decidió preguntar lo que tantas veces se le había venido a la cabeza mientras movía el arroz:

            Señor, ¿vale la pena seguir viviendo? ¿Sí o no?

Lo dijo como con miedo, en voz baja, pero lo suficientemente alto como para ver la realidad latente. Lo que nunca se había atrevido a saber.
Por eso dijo de nuevo, esta vez alzando el grito, preguntó miando al cielo, con una mezcla de enfado y locura en los ojos:

            ¿SÍ O NO?

Y entonces alguien contestó. Se oyó durante unos segundos. NO, NO, NO, No, no….

Dio las gracias y avanzó.


Así fue como este hombre transparente dejó este mundo para irse al otro. Si es que lo hay. Dejó su mesa puesta, con la mantelería por estrenar y el delantal manchado. Y nadie supo por qué, porque con nadie habló. Por eso costó tanto saber qué le  pasó.


¿Qué le pasó? rumiaba el becario de la policía científica en su primer día de trabajo, ansioso por complacer a sus superiores mientras se apoyaba en el panel informativo de la montaña. Esos paneles en los que puedes leer: Usted está aquí, y todo lo que puedes hacer en la naturaleza respetando el ecosistema de la montaña. Montaña en la que los niños de la zona jugaban a oír sus voces, repetidas una y otra vez por el ECO


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