Era un hombre pequeño. Un hombre
al que ya se le veían las ideas, y además tenía esa fina película grasa que
hace que, por si fuera poco, le brillaran.
Era un hombre que fumaba puros,
pero de los que venden camuflados de cigarro. Un hombre que siempre pasaba
desapercibido. Un hombre gris, porque no era ni blanco ni negro. Ahora que lo
recuerdo incluso dudo que se le pudiera aplicar algún color a su alma.
No es la clase de persona que uno
elige como amigo, y por lo tanto, no es
la clase de hermano al que llamas para preguntar cómo le va. Aunque podría
decir como consuelo para él que al ser hijo único no tenía hermanos que
pudieran olvidarle.
Era un hombre de trato distinto y
de relaciones cortas. Tan cortas que no se le conoce relación alguna. Por eso
ha sido tan difícil cerrar el caso.
Era de ese tipo de hombres que
comen en platos de plástico para no tener que fregar después. Así era hasta que
un día decidió llenar la cocina de platos y cubiertos para tener algo que hacer
después de cada comida.
Empezó por un servicio para uno:
un plato, un vaso, un tenedor, cuchara, cuchillo y servilleta de papel. Empezó
por lo más sencillo, que es lo que supuso lógico.
Pero entonces no encontró
utilidad para el resto de accesorios que había comprado, y en su aburrida
soledad decidió llenarlos de algo comestible.
Cada día un plato diferente. Una
receta nueva. Un postre distinto, incluso se dedicó a experimentar con el pan.
Encontró que era divertido
cocinar para sí mismo, o eso quiso creer. Se hizo un experto en la materia.
Deseaba acabar su jornada laboral para perderse entre cazos y cacerolas, entre
un sinfín de especias. Y era de esperar.
Tenía un trabajo aburrido, con un sueldo que tampoco permitía hobbies
extraordinarios, como viajar, coleccionar chapas de cerveza o hacer maquetas de
madera. Lo mejor que había encontrado era la cocina, y ahora era un apasionado
de los fogones. Un apasionado y un genio sin que nadie lo supiera, porque era
un hombre, como ya expliqué un tanto…solitario.
Y esa seguía siendo su pena,
ahora camuflada por el vapor de unas verduras para la cena. Seguía creando con
sus manos delicias que cualquiera quisiera probar pero nadie lo haría. Sus
manos. Sus virtuosas manos.
Hasta tal punto llegó su
obsesión, que fue despedido de su triste cubil de telefonista. Y esto no fue
nada bueno para su compleja personalidad. Fue entonces como por caprichos del
destino, al bajar de su coche con soberbio cabreo, se dejó los tres dedos
medios de la mano derecha entre la puerta y el coche. Una herida terrible.
Era un hombre solitario, y no le
quedaba nada. No tenía nadie que pensara en él.
Era un hombre impar y estaba
condenado a ello. Un hombre de costumbres fijas y sencillas. Sin ninguna
cualidad. No hacía feliz a nadie, y nadie le hacía feliz a él. Nada ni nadie.
Al menos eso pensaba cuando estaba al borde del mirador de la montaña.
Un precipicio frente a él y un
paso separándolos. Siempre solo.
Así que habló en voz alta al
único con el que de vez en cuando charlaba. Habló en voz alta al borde del
risco, al cielo:
Señor,
¿qué hago yo en esta vida?
Y oyó el viento y las rocas
moverse. Y decidió intentarlo de nuevo. Decidió preguntar lo que tantas veces
se le había venido a la cabeza mientras movía el arroz:
Señor,
¿vale la pena seguir viviendo? ¿Sí o no?
Lo dijo como con miedo, en voz
baja, pero lo suficientemente alto como para ver la realidad latente. Lo que
nunca se había atrevido a saber.
Por eso dijo de nuevo, esta vez
alzando el grito, preguntó miando al cielo, con una mezcla de enfado y locura
en los ojos:
¿SÍ O NO?
Y entonces alguien contestó. Se
oyó durante unos segundos. NO, NO, NO, No, no….
Dio las gracias y avanzó.
Así fue como este hombre
transparente dejó este mundo para irse al otro. Si es que lo hay. Dejó su mesa
puesta, con la mantelería por estrenar y el delantal manchado. Y nadie supo por
qué, porque con nadie habló. Por eso costó tanto saber qué le pasó.
¿Qué le pasó? rumiaba el becario de la policía científica en su primer día de trabajo, ansioso por complacer a sus superiores mientras se apoyaba en el panel informativo de la montaña. Esos paneles en los que puedes leer: Usted está aquí, y todo lo que puedes hacer en la naturaleza respetando el ecosistema de la montaña. Montaña en la que los niños de la zona jugaban a oír sus voces, repetidas una y otra vez por el ECO.
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