Entraste en el bar, en la previa de Nochevieja. Yo ya
llevaba una cerveza en la mano, y tú parecías el mismo de siempre. Sólo lo
parecías.
La gente te abraza, te saludan, te quieren y te desean Feliz
Navidad. Puedo leer sus labios y expresiones y mis espías lo confirman también.
Insisten en saber cuándo vas a volver, hasta cuándo te quedas, cuántos kilos de
macarrones y spaguettis traes en la maleta, qué tal es la vida en Italia. Me da
por pensar que quieren protegerte de mi presunto halo de maldad pelirrojo de
tinte. Uno de ellos me llamó fulana. Y no lo soy. Pero para ti sí me he
convertido en “mengana”. Soy cualquiera entre el barullo del bar. Simplemente
no existo. Y por ende, yo te ignoro. Es más fácil, pero no es lo correcto. En
un universo paralelo en el que las gominolas y los zapatos son gratis, yo me
atrevo a girarme hacia la puerta, y entonces, debido a que somos de los más
altos de la estancia, tu mirada y la mía se cruzarían, nos saludaríamos desde la
distancia sin resquicio de rencor. Nos saludaríamos de corazón. Yo te dedicaría
mi mejor sonrisa y quizás eso te conmoviera y me perdonaras. Y ya está. Simple.
Esto está escrito en un desiderativo tiempo condicional.
Puesto que aún no ha pasado, y dudo que se haga realidad. Los días suceden a
los meses y a los años y sigo sin tener el valor suficiente para dirigirte la
palabra. Un saludo siquiera. Conforme una crece, pasan dos cosas: en primer lugar,
los pubs del pueblo se llenan de los niños que recuerdo haber visto en Primaria,
corriendo por el patio del colegio mientras nosotros los observábamos con
nuestra paternalista expresión de autosuficiente Enseñanza Secundaria Obligatoria,
y segundo, una empieza a echarse experiencias a la espalda y no le queda más
remedio que pararse y analizarlas. Empiezo a hacer balance de mis aciertos y
errores. Mi mirada crítica particular.
He tomado conciencia de mis grandes defectos, de los que he
tenido el valor de encontrar frente al espejo. Admito ser una persona soberbia.
Soviética, que dice mi madre. Admito lo engreída que puedo resultar. Irritante,
ambiciosa, condescendiente y orgullosa. Admito que en ocasiones puedo hacer que
alguien se sienta como la mosca en la leche. Admito lo mucho que lo odio, pero
admito que mi ego se resiste a poner medidas contra esa capa venenosa que cubre
mi piel. Mi actitud intimidatoria y la necesidad de atención que requiero. Femme
fatale. ¿Ves? Siempre acabo hablando de mí. Hay días en los que harto de mí, en
serio. Haría como Peter Pan y me desprendería de mi sombra. Serían unos momentos
de paz. Nunca te quejaste de eso, de lo mucho que me quiero, y nunca entenderé
por qué.
Sin embargo, pese a lo tóxica que pueda resultar, algo de
bueno creo poseer. Algo que se libró de ser ungido en el pecado original e
intento potenciar. Ojalá y algún día pueda decirte Adiós desde lejos y no
sienta que va a molestarte. Pero nunca lo sabré.
En retrospectiva, hace tiempo conseguí que al mirar atrás,
al pensar en que un día hubo un “nosotros”,
los primeros recuerdos que veo son los que nos unieron. Los buenos. Son muchos
y estoy orgullosa de ellos. Lo que nos separó ha hecho de los dos algo grande,
cada uno en su camino. Así que a día de hoy el balance es positivo. La vida nos trata muy bien y nos ha dado a gente que verdaderamente nos comprende. Salimos
ganando. El Domingo astromántico nos llevó a lo que somos, y podemos alzar la
cabeza bien alto, reir y brindar con cerveza por ello. A tanto no llegamos, lo
sé, pero ese toque cómico e idílico se me permite en el blog ;)
Manhattan se llena de tráfico y personas corriendo despavoridas al trabajo y a las rebajas. Y yo los observo tranquilamente mientras leo los primeros capítulos de un libro que me llena de satisfacciones, alegrías y amor. Un libro encuadernado en una preciosa piel azul irisada. Lo saboreo. Es magnifico.
Además, ha llegado la vuelta al cole y estamos minados de exámenes. Exámenes everywhere! ¡Suerte!
Besos y abrazos!
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