Caminarás siempre por la cuneta, solo
y eterno, sonriendo pícaro y eterno. Tú, inquisidor de un yo desmoralizado, te
añoro. Espero estar enterrada en alguna de las arrugas de tu piel, que no son
más que marcas de expresión, curtidas y sabias. Jamás besadas por mí. Elijo la
del ojo izquierdo, al margen, la que queda en mitad de las otras. Ésa es la mía,
y lleva mi nombre, aunque tú no lo sepas, todavía, ni nunca.
Releyendo días pasados, acabarás
distorsionado en el tiempo. Fuera de mi alcance, como siempre. Porque
la música y el cine elevan tanto nuestras expectativas que nos devuelven a la
vida de un guantazo, frío.
Y la arruga de tu sien será mi sitio. Una parte de mí, perdida y estéril se acuna en ella. Muda e inventada. Sabe a dulce melancolía.
Caminarás siempre bajo las
farolas que se apagan en las noches en las que estoy sola. Y nadie te ve,
porque en realidad no estás. No sé dónde estás. Ni quiero saberlo.
Pero sigo tu rastro como un vulgar detective,
inútilmente. Aunque así por lo menos de vez en cuando sé que sonríes.
Estás condenado a vagar por la
cuneta, lo siento, al margen de la carretera, pero a la vista. Eterno y
congelado en tus "muy-muchos" años.
Circunloquios
que se dan para no llegar al punto sangrante. Que como autómatas damos
sumiéndonos en lo triste de ignorar los hechos.
Miraremos
hacia otro lado; pero ahí veo la cuneta de nuevo, y tú vas caminando por ella.
Llevas cogido el punto sangrante en una cesta de mimbre, y riegas con ella tu
andanza, sembrando de gotas, amapolas rojas de pena y desesperanza. Su centro
ennegrecido por la culpa, y la sordidez de lo que piensas. Bebidas con ginebra
y un poco de lima.