Vuelan los estorninos meciéndose suspendidos en el aire.
Buscan refugio. Chillan en bandada. Una golondrina no hace verano, pero no es
nada contra ese ejercito enloquecido que dibuja sus gritos entre tejados
poblados de jaramagos amarillos.
Los gatos, que antes se lamían pasivos y ajenos al devenir
de los viandantes, ahora miran al cielo, relamiendo sus bigotes, oliendo
brevemente, para una vez vista la imposibilidad de cazarlos al vuelo, seguir
su ritual higiénico.
Los perros, sumisos y despreocupados olfatean las esquinas
marcando territorio, moviendo el rabo a cada perra que pasa. No están en celo.
No tienen ganas.
Llega con su baile lento, abanicando a las nubes, la
cigüeña, que posa sus largas patas en aquellos nidos. Nos engaña la vista.
Parecen pequeños, pero nos acunarían ya adultos si de plumas nos regalaran.
La paz del verano es ver la vida seguir su curso, cíclico.
Las hormigas en fila de a uno. Mirar guiñando
un ojo para evitar tanta luz que dora las almas. No llevar reloj. Estoy
deseando que llegue finales de junio para no llevar reloj y cambiar esta cérea
envoltura por mi traje de ébano. Dorada por un sol que ya sí calienta.
La gata sobre el tejado de uralita |
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